La obligación (capitalista) de ser feliz

La obligación (capitalista) de ser feliz

Un viejo refrán dice que el dinero no hace la felicidad, a lo que el ingenio popular le ha agregado “¡pero cómo ayuda!”. Tener propiedades, descansar en hoteles de lujo en islas paradisíacas y tener acceso a un consumo ilimitado se parece mucho a la imagen de la felicidad que construye el capitalismo, absolutamente inasible para la inmensa mayoría. Sin embargo, en la actualidad, ser feliz también se asocia con conseguir, voluntariamente, un estado psicológico que se identifica con la productividad, con ser funcional y proactivo, resiliente. Como si quedara en nuestras manos elegir entre sufrir o estar bien. Así de fácil.

Una visión optimista del mundo y de la vida es el prerrequisito para alcanzar la normalidad, adaptarse a las circunstancias y gozar de una imagen saludable. Ser agradecidos, capaces de evitar el estrés cotidiano y eludir las emociones negativas, expresarnos de manera optimista, deshacernos de los vínculos tóxicos y tener la habilidad de vivir el presente y disfrutar de los “pequeños placeres de la vida” son algunos de los consejos que sobreabundan en el mercado de la felicidad contemporánea.

Esta idea de felicidad ha generado una enorme industria neoliberal, donde las mercancías para el cuidado de uno mismo van desde un estilo de vida hasta un tipo de personalidad positiva.

A diferencia de los yates, los rolex y los cocktails con diamantes, esta felicidad parece al alcance de todos y se vende en cursos, aplicaciones para celulares, coachings, terapias, talleres y múltiples derivaciones hacia la industria del ocio, el entretenimiento, la salud, la cosmética. Promesas de acercarnos a esa felicidad que, finalmente, se demostrará igualmente inasible, mientras dejamos dinero, tiempo y expectativas en el camino.

La sonrisa fracasada

Y sin embargo, aunque parezca paradójico, el bombardeo permanente de la positividad genera una ansiedad que es más fácil que nos produzca todo lo contrario a la felicidad. Porque, si alcanzar la felicidad es de nuestra entera responsabilidad, somos culpables cuando no podemos superar el sufrimiento ni las dificultades.

El resultado son sociedades con alarmantes ingestas de ansiolíticos, depresiones y aislamiento: el “lado oscuro” de aquel otro radiante, donde las sonrisas de selfie y los mensajes positivos se propagan a través de los circuitos narcisistas de las redes sociales. ¿Cómo puede explicarse sino que, en las últimas décadas, cuanto más se desarrolló la psicología positiva, en Estados Unidos se consumen las dos terceras partes de los antidepresivos que se producen a nivel mundial? ¿O que en algunos países, como Japón, se hayan abierto Ministerios de la Soledad?

Es que la represión de las emociones consideradas “negativas”, solo termina en la privatización del dolor y la banalización del sufrimiento. ¿Cómo puede ser que no seamos capaces de lidiar con estas circunstancias que nos angustian, cuando todos los mensajes sociales apuntan a que ser felices depende solo de nosotros mismos? ¿Por qué “solo yo” no tengo la fuerza de voluntad necesaria para superarlo?

La felicidad como ideología

Pero además, la obligación de la felicidad nos empuja a poner en el centro de nuestras preocupaciones, con una presencia exhorbitante y exclusiva, nuestros sentimientos, nuestro desarrollo personal, nuestras necesidades emocionales. Poniendo esa meta del bienestar individual por delante de todo, el fracaso, la frustración, las emociones negativas no son toleradas. Lo que se desarrolla es más bien la asociación de bienestar con hedonismo egoísta y una marcada intolerancia frente a la frustración, que en ciertas dosis, es una emoción inevitable en la experiencia vital humana.

“La disposición a perseguir la vida feliz es un reflejo de la invocación neoliberal a llevar una vida regida por la satisfacción de los propios intereses y por la competitividad”, dicen Edgar Cabanas y Eva Illouz en Happycracia: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. La felicidad, entendida de esta manera en el capitalismo actual, solo refuerza el individualismo y la idea de que lo que le pasa al otro es “porque se lo merece”.

“Ser positivo no es tanto un estado anímico o mental como un elemento ideológico”, dice Barbara Ehrenreich en Sonríe o muere: la trampa del pensamiento positivo. Y lo que quiere decir es nada más y nada menos que la industria de la felicidad nos inculca que todos nuestros estados, lo que nos sucede, es el fruto de nuestros propios actos, legitimando la idea de que no hay nada en la sociedad capitalista que tenga que ver con nuestra pobreza o la riqueza de algunos pocos, con nuestras dificultades para enfrentar las enfermedades o con el hecho de que, sin mediar palabra, nos despiden de nuestro trabajo o nos desalojan de nuestra vivienda. Se trata solo de nuestras deficiencias individuales, de no querer encarar la vida con una actitud positiva o de no tomar cada crisis como una oportunidad.

La psicología positiva se muestra como una promesa de solución fácil a problemas que, al menos, deberíamos sospechar que son un poco más complejos. ¿Es necesario transformar la sociedad? ¡No, en absoluto!, nos dice la psicología positiva.

Tenemos que cambiar los sentimientos que nos provocan las situaciones desfavorables, transformar la ira y el pesimismo en fuerza interior y creatividad para tomar la crisis como oportunidad. Somos nosotros los que necesitamos adaptarnos para superarnos, sobrevivir, sacar lecciones de la adversidad con una sonrisa y seguir buscando la felicidad que nos merecemos. La felicidad se convierte entonces en un instrumento ideológico eficaz para justificar las desigualdades.

La ciencia de la felicidad tiene promotores que, desde hace mas de tres décadas se empeñan en “vender” el carácter científico de sus descubrimientos. Vender también literalmente, ya que la provisión de cursos y entrenamiento para empresas, ejércitos, sistemas educativos, políticos y otros clientes de ámbitos públicos o privados, son un negocio multimillonario. Solo por mencionar un ejemplo de los investigados por Cabanas e Illouz en su libro, tenemos el programa Comprehensive Soldier Fitness (CSF) del Centro de Psicología Positiva de Martin Seligman. Este curso fue financiado por el ejército norteamericano con 145 millones de dólares. Su objetivo era entrenar a los militares en emociones positivas, felicidad y espiritualidad para a “crear soldados tan resistentes psicológica como físicamente” lo que permitiría tener “un ejército indomable”.

Sin embargo, mientras la felicidad se convirtió en un negocio exitoso, sus consejos no trajeron el éxito que auguraron a millones de seres humanos, como advertimos con un simple vistazo al mundo en que habitamos. Quizás porque reducir el anhelo de felicidad a esa obsesión individualista, al rígido control de nuestros pensamientos y sentimientos y a la satisfacción hedonista de nuestros deseos, solo puede generar impotencia en la sociedad capitalista en la que vivimos.

Quizás porque, ante tanta inequidad, arbitrariedad, discriminación y oprobios surgidos de la explotación de millones de seres humanos, lo único parecido a la felicidad sea vivir cada día, disfrutando de la voluntaria decisión de confabular contra este funesto estado de cosas. Y esa conspiración, a diferencia de la obligatoria felicidad mercantilizada e individualista que nos impone el capitalismo, es un proyecto colectivo.

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