Cuando el trabajo doméstico dejó de ser invisible
“Aparentemente por casualidad, en realidad porque cada una de nosotras había sentido la necesidad de tal contacto, hubo una reunión de dos días en Padua, de mujeres del movimiento feminista de cuatro países. Estos países son Inglaterra, Francia, Estados Unidos y, por supuesto, Italia” [1]. Así comienza la declaración firmada por el Colectivo Internacional Feminista, después de las jornadas de debate del 6 y 7 de julio de 1972 en la mítica Universidad de Padua, una de las más antiguas del mundo. Ahora se cumplieron 50 años de aquel encuentro en el que Mariarosa Dalla Costa, Selma James, Silvia Federici, Brigitte Galtier y otras feministas anticapitalistas se propusieron lanzar una campaña internacional por el salario para el trabajo doméstico.
En poco menos de tres párrafos, la declaración de Padua de 1972 sintetiza lo que será el núcleo teórico que fundamentará la campaña por el salario para el trabajo doméstico y que había sido desarrollado en el célebre libro publicado en marzo del mismo año, Potere femminile e sovversione sociale, de Mariarosa Dalla Costa y Selma James [2]. En la declaración expresan su principal discrepancia con el marxismo [3] y proponen tomar distancia organizativa respecto de los grupos políticos de la izquierda extraparlamentaria –las italianas provenían de la experiencia del operaismo–, poniendo en pie un movimiento autónomo de mujeres [4].
En una entrevista reciente, Dalla Costa comenta sobre aquella iniciativa:
La tarea que nos propusimos fue, ante todo, darle visibilidad [al trabajo doméstico]. Al igual que con la violencia, había que “descubrir” el trabajo doméstico, había que descubrir que era un trabajo y no una misión. No se trataba de concebir el salario de este trabajo como una meta entre otras, sino como una nueva perspectiva desde la que leer la realidad en la que se encontraban inmersas las mujeres [5].
La feminista italiana recuerda que “la demanda de salarios fue acompañada por el reclamo de una drástica reducción de la jornada laboral externa [al hogar] para todos y para todas. Eran necesarias veinte horas a la semana para que la reproducción no resultara una carga de trabajo para un solo sujeto, la mujer, sino que pudiera constituir una tarea para ambos junto al placer de estar juntos” [6]. Por su parte, Silvia Federici se refiere a su participación en aquellas jornadas, con estas palabras: “yo recuerdo la excitación febril que sentía, y me fui de Padua sabiendo que desde ese momento en adelante, esta sería mi pelea” [7].
Inmediatamente después de la conferencia de Padua, los comités de campaña se extendieron en diversos países. En Nueva York, Silvia Federici fundó el Wages for Housework Committee en 1973, aprovechando una gira que Dalla Costa y James hicieron por los Estados Unidos. Selma James, en Londres, formaba el colectivo Power of Women. En Italia, los comités se extendieron por la región del Véneto, pero también en Roma, Nápoles y otras ciudades. Muy pronto, se conformaron otros comités autónomos por el salario para el trabajo doméstico de mujeres negras y de lesbianas. Después de las jornadas de Padua, la campaña volvió a organizar reuniones internacionales en octubre de 1974, en Brooklyn (Estados Unidos), donde redactaron las Tesis sobre el salario para el trabajo doméstico; en febrero de 1975, en Montreal (Canadá); en julio del mismo año en Londres (Gran Bretaña) y otra en octubre en Toronto (Canadá), donde Federici presentó las Tesis sobre organización; en abril de 1977, se realizó una nueva conferencia internacional en Chicago (Estados Unidos).
Clases y géneros: el trabajo de las mujeres en disputa
Aunque ya había habido defensoras del salario doméstico hacia finales del siglo XIX y otros planteos similares en los años ‘30, Silvia Federici señala que la diferencia con la propuesta surgida en Padua en 1972 radicaba en que ellas criticaban “la subordinación capitalista del trabajo doméstico a la producción de mano de obra” [8]. También afirma que se diferenciaban de la perspectiva difundida por los partidos comunistas de que “el trabajo doméstico consistía en un conjunto limitado de actividades (comprar, cocinar, lavar, cuidar de los niños) y no en una relación social particular que define la identidad de millones de mujeres”, que era como ellas lo concebían [9]. Para las feministas provenientes de la experiencia operaista, el trabajo de las mujeres produce la mercancía “fuerza de trabajo” que, como dice Federici, es “el producto más precioso que puede aparecer en el mercado capitalista” [10].
Tampoco eran las únicas que volvían sobre esta cuestión en los años ‘70. En Francia, el feminismo materialista también introducía la conceptualización del género como clase social. Lo hacían en diálogo y debate con el marxismo, pero también contra la concepción que habían desarrollado otras feministas radicales norteamericanas, como Shulamith Firestone, de las mujeres como clase sexual biológica. El feminismo materialista francés, heredero del dictum beauvoriano “no se nace mujer, se llega a serlo”, planteará que las mujeres constituyen una clase social porque su trabajo es explotado en un modo de producción doméstico que coexiste con el modo de producción capitalista.
Tanto las materialistas francesas como las operaistas italianas coincidían en atribuirle al trabajo gratuito de reproducción social, que realizan mayoritariamente las mujeres, un carácter productivo. También, en no distinguir entre explotación (de clase) y opresión (de género), ya que toda dominación se subsume a lo primero. En este sentido, las mujeres son parte de la clase obrera aunque no desempeñen un trabajo asalariado fuera del hogar y no solo por ser parte de una familia que depende del salario de un hombre de la clase trabajadora, sino porque su propio trabajo doméstico es explotado.
Pero de esta misma definición, francesas e italianas extraen conclusiones opuestas. Para el feminismo materialista francés el beneficiario directo del trabajo doméstico gratuito de las mujeres son los hombres de su familia; en el hogar es donde se desarrolla la contradicción principal. En cambio, para el feminismo autonomista italiano, la “esclavitud no asalariada (la de las amas de casa y en general de las mujeres que desarrollan trabajo doméstico) sirve para la reproducción de la esclavitud asalariada (la de los obreros hombres y mujeres)” [11]. Es decir, el capitalismo es el que se beneficia de la explotación de su trabajo (productivo) no remunerado. Como puntualiza Federici, años más tarde,
… luchábamos por un salario para el trabajo doméstico, no para las amas de casa, convencidas de que de este modo la demanda recorrería el camino hacia la “degenerización” de este trabajo. También exigíamos que estos salarios no proviniesen de los maridos sino del Estado como representante del capital colectivo –el auténtico “Hombre” beneficiario de este trabajo [12].
Como puede imaginarse, las consecuencias políticas de los diferentes planteamientos teóricos, son bien diferentes.
Salario para acabar con “el patriarcado del salario”
El enfoque de las autonomistas permitió demostrar que el trabajo doméstico no remunerado que realizan mayoritariamente las mujeres es un elemento propio del capitalismo. Y, de este modo, colaboró en dotar a la lucha de las mujeres por su emancipación de una perspectiva anticapitalista, rompiendo con las teorías que suponían la coexistencia dual de patriarcado y capitalismo, como sistemas diferentes con relaciones contingentes entre sí. “No es un trabajo precapitalista, un trabajo atrasado, un trabajo natural, sino que es un trabajo que ha sido conformado para el capital por el capital, absolutamente funcional a la organización del trabajo capitalista”, asiente Silvia Federici [13]. Años más tarde, a partir de la misma crítica al sistema dual, pero distanciándose de la idea de que el trabajo doméstico produce valor, hubo desarrollos teóricos como el de la marxista Lise Vogel, quien en 1983 publicó Marxism and the Oppression of Women: Toward a Unitary Theory, cuyas ideas fueron la base para el desarrollo de lo que, actualmente, se conoce como Teoría de la Reproducción Social [14].
Pero volviendo a las autonomistas, de la propia concepción de que el trabajo doméstico produce valor, deducen que el salario –introducido por la explotación capitalista del trabajo humano– es el responsable de la fragmentación que divide y antagoniza dos tipos de producción: la de las mercancías en general (retribuida) y la de la fuerza de trabajo, la mercancía más preciada en el capitalismo (gratuita). Y que el error que puede atribuirse a Marx es no cuestionar esta ausencia de salario, desconociendo la importancia del trabajo gratuito que realizan las mujeres en sus hogares. De esto se deriva la idea de Federici del trabajo reproductivo como “el punto cero” de la revolución, incluso cuando no sea el único [15].
Leer que las actividades que reproducen la fuerza de trabajo son esenciales para la acumulación capitalista puso de manifiesto la dimensión de clase de nuestro rechazo. Demostró que este trabajo tan despreciado, siempre dado por sentado, siempre rechazado por los socialistas como atrasado, ha sido en realidad el pilar de la organización capitalista del trabajo. Esto resolvió la controvertida cuestión de la relación entre género y clase y nos brindó las herramientas para conceptualizar no solo la función de la familia, sino también la profundidad del antagonismo de clases en las raíces de la sociedad capitalista. Desde un punto de vista práctico, confirmó que, como mujeres, no teníamos que unirnos a los hombres en las fábricas para ser parte de la clase trabajadora y llevar a cabo la lucha anticapitalista. Podríamos luchar de forma autónoma, partiendo de nuestro propio trabajo en el hogar, como “centro neurálgico” de la producción de la mano de obra. Y nuestra lucha tenía que librarse primero contra los hombres de nuestras propias familias, ya que a través del salario masculino, el matrimonio y la ideología del amor, el capitalismo ha empoderado a los hombres para comandar nuestro trabajo no remunerado y disciplinar nuestro tiempo y espacio [16].
Situar el problema del trabajo doméstico en el desconocimiento social de que produce valor y, por lo tanto, no es asalariado, condujo a estas feministas a promover la campaña internacional, de la que en estos días se cumplen 50 años. El salario para el trabajo doméstico pretendía atacar el corazón de lo que Federici denominó “el patriarcado del salario” del período del Estado de Bienestar en los países capitalistas centrales. Es decir, la construcción de un modelo familiar basado en el salario del obrero masculino con el que se adquirían los bienes y servicios –transformados mediante el trabajo gratuito de la esposa, ama de casa–, necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo y de los no asalariados.
Esto es una manifestación evidente de la configuración familiar en momentos de prosperidad capitalista. Sin embargo, la separación del trabajo de reproducción de aquel que produce mercancías es, justamente, la operación crucial con la que el capitalismo reconfigura la división sexual del trabajo. La familia deja de ser una unidad productiva para limitarse a la función del consumo de aquellas mercancías que la clase trabajadora produce en otro ámbito diferente al del hogar y que se adquieren en el mercado. El trabajo reproductivo queda fuera de la circulación de las mercancías, esa es su característica principal: en el capitalismo, la clase productora es “libre” y, despojada de los medios de producción, intercambia su fuerza de trabajo por cierto tiempo al capitalista, a cambio de un salario. Y la reproducción de su propia vida corre por su cuenta. Al empresario le interesa la disponibilidad de la fuerza de trabajo y su capacidad para generar ganancias, no cómo se reproduce esa masa de trabajadoras y trabajadores apta para ser explotada que es una condición preexistente, externa a la fábrica [17].
La culpa no es de Marx sino del capitalismo
La detracción de Marx resulta endeble porque, en todo caso, la falta de desarrollo teórico sobre el trabajo reproductivo en El capital, no radica en que el teórico alemán no reconozca el valor (moral) del trabajo humano en general, es decir, que no lo considere, que no lo tenga en cuenta. Sino en que, en su crítica de la Economía Política, reflexiona exclusivamente sobre cuál es el trabajo productivo desde el punto de vista del capital. Si el título de su obra cumbre es El capital es, precisamente, porque está analizando las leyes del funcionamiento de un sistema que no busca la producción, en general, de objetos y servicios para el beneficio de las personas, sino de mercancías, es decir de objetos y servicios que aunque encierran utilidad para las personas, se diferencian de otros objetos y servicios creados por el trabajo humano, porque encierran valor. Eso los hace intercambiables en el mercado, a pesar de ser cualitativamente diferentes entre sí, porque ese valor surge de lo único que tienen en común que es algo cuantitativo, medible: el tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlas, bajo determinadas condiciones.
En este marco teórico, la fuerza de trabajo es una mercancía especial, porque es la fuente en la que se originan todas las demás mercancías, es decir, la única mercancía capaz de engendrar valor (de cambio). Al igual que el resto de las mercancías su valor equivale al tiempo de trabajo socialmente necesario para producirla y regenerarla cotidianamente (alimento, aseo, descanso, vivienda, ocio, etc.), bajo determinadas condiciones sociales. Pero este proceso tiene otra particularidad y es que ocurre por fuera del circuito en el que se producen todas las demás mercancías. “La conservación y reproducción constantes de la clase obrera son condición permanente del proceso de reproducción del capital”, escribe Marx y añade: “El capitalista puede dejar tranquilamente el cumplimiento de esta condición al instinto de propia conservación y al instinto de perpetuación de los obreros. De lo único que él se preocupa es de restringir todo lo posible, hasta lo puramente necesario, su consumo individual” [18].
Marx no profundizará sobre esta definición, ni tampoco intentará descubrir por qué “el cumplimiento de esta condición” de la reproducción recae mayoritariamente en las mujeres que, casi un siglo después de escrita esta obra, las inducirá a una relación de subordinación al salario masculino de la familia. De hecho, cuando Marx se refiere a la reproducción de la fuerza de trabajo solo menciona comestibles, vestimenta, combustible, mobiliario, pero no hace ninguna referencia al trabajo que se necesita para que una papa se cocine o que un remiendo tape el agujero de la ropa gastada. Con el salario se compran los muebles o la escoba, pero la cama la tiende y el piso lo barre alguien que no recibe un salario por realizar ese trabajo. Marx no analiza lo que ocurre en la esfera de la reproducción porque su objetivo era otro. Sin embargo, esa frase de El capital que citamos más arriba, permite pensar al capitalismo como un sistema en el que la esfera de la reproducción se subordina al sostenimiento de la esfera de la producción, aquella donde el capital se valoriza y en donde la clase propietaria de los medios de producción –que obtiene ganancias del trabajo excedente de la clase asalariada– basa su dominio [19].
Trabajar menos, trabajar todos hasta no depender más del trabajo asalariado
El capitalismo ya implementa en algunos países, a su manera, distintos tipos de “salarios para el trabajo doméstico”, bajo la forma de programas de transferencia monetaria condicionada, con el objetivo de paliar las situaciones más extremas de pobreza provocadas por los mismos planes económicos y las condiciones estructurales de dependencia asumida por sus gobiernos. Como ya lo señalamos en otra ocasión, la intencionalidad no es la de reconocer el trabajo doméstico y de cuidados gratuito realizado por las mujeres, sino evitar estallidos del hambre, movilizaciones y lucha masiva por el trabajo asalariado [20]. Esta forma particular de “renta básica” implementada por las instituciones del régimen político, equivale generalmente a un monto económico muy por debajo de la línea de pobreza. No podría ser de otra manera, porque el capitalismo necesita compatibilizar estos subsidios con la explotación asalariada de la fuerza de trabajo, en condiciones cada vez más degradadas y de mayor precarización. Si con los planes sociales se pudiera sustentar holgadamente una familia, entonces, los capitalistas se quedarían sin trabajadoras y trabajadores dispuestos a alquilar su fuerza de trabajo a cambio de salarios que, con los ajustes y la inflación, tampoco permiten cubrir la canasta básica alimentaria.
Actualmente, en varios países se debate la renta básica universal como también la reducción de la jornada laboral, porque la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza, las jornadas laborales extenuantes con salarios cada vez más depreciados y el desempleo crónico así lo exigen. En nuestra opinión, la propuesta de reducir la jornada laboral y repartir las horas liberadas entre todas las manos disponibles, con un salario que cubra las necesidades de la existencia, se opone a la división entre ocupados y
desocupados que genera el capital y que el Estado sostiene y reproduce mediante los programas de asistencia social, debilitando la organización de una poderosa fuerza unitaria multitudinaria. Esto permitiría impulsar un plan de obras públicas que incluya construir las viviendas que se necesitan para terminar con el déficit habitacional, extender las redes de agua, cloacas, electricidad y gas, construir las escuelas y hospitales necesarios, en función de una planificación urbana racional. Permitiría, además, disminuir la carga del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado, transformándolo en gran medida en servicios sociales públicos y gratuitos que, a su vez, serían una fuente de nuevos puestos de trabajo y podrían erigirse en el camino de la socialización del trabajo doméstico y de cuidados.
Es cierto que, como señalan las feministas autonomistas, el trabajo de cuidados no es completamente reductible a su industrialización. Pero también es cierto que, liberada la humanidad de la explotación del trabajo asalariado y de las tareas domésticas que podrían automatizarse o resolverse mediante la adquisición de bienes y servicios, todos los cuidados que requieren del vínculo afectivo entre seres humanos, cobrarían nuevas dimensiones. Como señala Josefina Martínez,
… en una sociedad que no esté basada en la propiedad privada ni en la explotación, los trabajos de cuidados se podrían transformar en tareas autoorganizadas por todos los miembros de la sociedad, y ya no serían percibidos como una carga. Los afectos y emociones involucradas en las relaciones entre las personas no estarían mediados por el dinero, la necesidad del salario, las condiciones de precariedad, la opresión patriarcal, el racismo o la falta de tiempo libre. La afectividad podría desplegar nuevas formas [21].
Transformar esta situación actual, en la perspectiva que mencionamos, claro que requiere de una lucha radical, para la cual, la unidad de las fuerzas de asalariades y no asalariades, hombres y mujeres, es un prerrequisito indispensable si nos proponemos derrotar a los capitalistas y su Estado.
Nuestras diferencias teóricas y políticas con la perspectiva del feminismo autonomista que, hace 50 años, desde Padua, llamó a lanzar una campaña por el salario para el trabajo doméstico, no impide que reconozcamos el valor que tuvo aquel encuentro y las elaboraciones posteriores a las que dio lugar, para demostrar la imbricada relación del trabajo reproductivo con los mecanismos de la explotación capitalista. Un paso importante que abrió el camino para otras elaboraciones de feministas marxistas que consideramos superadoras, pero que comparten el espíritu de llamar a las más amplias masas femeninas a unirse a las luchas de la clase trabajadora y a revelarle a los trabajadores que la lucha contra la opresión de las mujeres es una bandera para ser tomada en las manos de todas y todos los que quieran derrotar al capitalismo.
A aquellas mujeres jóvenes de los años ’70 les debemos el haber comprendido que realizar las tareas domésticas y de cuidado no es amor, es trabajo no pago. “No queremos trabajar, sino liberarnos del trabajo, tanto en la cocina como en la fábrica. Este es el único significado que tiene para la clase obrera el ’control obrero de la producción’: el fin de nuestra esclavitud en la producción (capitalista). (…). Toda la riqueza que existe es obra nuestra y queremos que nos la devuelvan” [22]. Con las nuevas conclusiones de largos debates teóricos y políticos de los feminismos y extrayendo las lecciones de la historia de la lucha de clases, seguimos empeñadas en organizar la fuerza de las futuras generaciones que se reapropiarán de esa riqueza y tomarán los cielos por asalto.