“El capital nos empuja a la lucha por la subsistencia, pero no puede ser el horizonte estratégico de nuestro feminismo”

“El capital nos empuja a la lucha por la subsistencia, pero no puede ser el horizonte estratégico de nuestro feminismo”

Esta IV Conferencia MarxFem reúne a las principales referentes del feminismo anticapitalista a las que leemos y escuchamos asiduamente. Las que, con distintas visiones, han utilizado herramientas del análisis marxista para explicar el trabajo de cuidados y señalar diversas perspectivas para la transformación radical del capitalismo patriarcal. No es casual, porque fueron las feministas marxistas, desde los años 70 las que pusieron este debate en la agenda del movimiento.

Pero, además, porque es un debate que atraviesa la nueva ola feminista que recorre el mundo y que la pandemia ha paralizado, relativamente, al mismo tiempo que la ha resignificado poniendo en evidencia que la crisis capitalista es social, política y económica, pero también una crisis ecológica y de la reproducción social.
Con nuestros cuestionamientos y críticas -aquí y más allá de los espacios como éste en el que agradecemos poder participar-, entablamos un diálogo no exento de controversias con estas corrientes feministas, en nuestras propias realidades de militancia social y política de Pan y Rosas, una corriente feminista socialista que reúne a más de 3 mil mujeres trabajadoras, amas de casa, estudiantes, de los pueblos originarios, afrodescendientes, inmigrantes, lesbianas, mujeres trans en 14 países de América y Europa. De esas experiencias teórico-políticas y militantes, queremos dar cuenta -sintéticamente- en esta mesa con mis compañeras.

Por cuestiones de tiempo, voy a soslayar el debate teórico sobre la cuestión del valor en la teoría marxista y la consideración del trabajo doméstico como trabajo productivo -a los que se refieren autoras como Silvia Federici, Leopolda Fortunati y otras importantes referentes del feminismo autonomista, para referirme al marco actual en el que vuelven a estar en el centro los debates sobre el trabajo de cuidados en Argentina, en contrapunto con la experiencia de los movimientos que se referencian en dicha corriente teórica.

En el último año, la inflación asciende a un 52% y el poder adquisitivo del salario cayó más del 20% en comparación con 2015. Los precios que más aumentaron fueron los de vestimenta, salud y alimentos. Mientras tanto una obrera de la empresa más importante de la industria alimenticia argentina cobra un salario mensual que no alcanza al costo de la canasta básica y necesitaría trabajar más de mil años para cobrar lo mismo que la empresa gana en un solo mes.

Como ustedes saben, el país está sometido a la expoliación imperialista de la deuda externa. Durante los anteriores gobiernos kirchneristas, se fugaron capitales por 100 mil millones de dólares que se financiaron con superávit del comercio exterior, favorecido centralmente por una tendencia internacional de alza de los precios de las materias primas.

Luego, en el gobierno de centroderecha de Macri, se produjo el endeudamiento más grande de nuestra historia con el FMI, del cual, una buena parte financió una fuga de capitales gigantesca, mayormente a paraísos fiscales, de 86 mil millones de dólares.
Esa deuda habilita hoy al FMI a condicionar los acuerdos de pagos a la implementación de planes de austeridad contra el pueblo trabajador. Esto, en un país donde la tasa de pobreza es de 40,6 % y la tasa de indigencia, es decir de quienes ni siquiera consiguen satisfacer sus necesidades básicas alimentarias, alcanza al 10,3%. Esta situación de inseguridad alimentaria alcanza al 30% de los hogares urbanos con niñas y niños.

La afluencia a comedores populares asciende a 10 millones de personas a mediados de este año, en un país con una población de poco más de 45 millones.
La desocupación, que en el pico de la pandemia superó el 13%, hoy se redujo con la apertura de la actividad económica, pero sigue afectando a casi 2 millones de personas. Sin embargo, y esto es importante aclarar para lo que voy a plantear más adelante, aún con el avance bestial de la precarización y la informalidad laboral, Argentina mantiene una tasa de sindicalización cercana al 30%, una de las más altas de América Latina.

Porque es importante no confundir las profundas mutaciones que ha sufrido la clase trabajadora a nivel mundial en las últimas décadas, producto de su derrota como movimiento obrero, con su desaparición.Como podrán imaginar, si se desagregan estas cifras por género, la brecha revela que las mujeres son las más desfavorecidas.

Ante esta situación, todos los últimos gobiernos -incluso el de centroderecha- optaron por aumentar los programas de transferencias monetarias condicionadas que, en gran medida, surgieron como una respuesta del Estado capitalista a las movilizaciones y la lucha masiva de los movimientos de trabajadoras y trabajadores desocupados durante los años 90 y la crisis orgánica de diciembre de 2001.
En la mayoría de los casos, el destinatario es el hogar familiar en el que hay niñas y niños, y quienes lo reciben son las mujeres madres a quienes se responsabiliza por las tareas de cuidado (por ejemplo, la obligación de cumplir con el calendario de vacunación, la escolaridad, etc.).

Como “renta básica” hecha “desde arriba”, es decir, como política pública de seguridad social, estas transferencias se mantienen muy por debajo de la línea de pobreza (actualmente es de 5 mil pesos por hijo, es decir, que una mujer sin trabajo asalariado solo podría alcanzar el monto de un salario mínimo si cobrara la asignación por 6 hijos, cuya manutención, obviamente, supera ampliamente ese monto), ya que el capitalismo necesita compatibilizar esta situación con la explotación asalariada de la fuerza de trabajo en condiciones cada vez más degradadas y mayor precarización.

De no ser así, podría darse lo que estamos viendo en EE.UU., donde está ocurriendo un “éxodo” individual de trabajadoras y trabajadores no organizados, en los sectores de la economía con peores salarios y condiciones laborales, donde la mayoría son mujeres (como la salud, la hostelería y los servicios de cuidado personales).
Solo en agosto, más de 4 millones renunciaron a sus empleos, preocupando al establishment.

La Gran Renuncia -como lo denominan los medios- es una muestra de que la pandemia facilitó la autopercepción de la clase trabajadora como quienes hacen girar la rueda de la ganancia capitalista.

¿Cómo se manifestaría este fenómeno en nuestros países dependientes, expoliados por el imperialismo y sus empresas multinacionales, si la pobreza más extrema -apenas paliada por las políticas públicas- no actuara como un disciplinador conservador del sector asalariado de una clase trabajadora cuyas direcciones sindicales se niegan a actuar para cambiar la relación de fuerzas?

Por lo pronto, estas políticas públicas, cuyo destinatario principal son las mujeres más pobres del pueblo trabajador, se debaten entre la exigencia cada vez mayor de austeridad fiscal que imponen los organismos financieros internacionales (y que llevaron, por ejemplo, a que el gobierno este año eliminara un Ingreso Familiar de Emergencia que había otorgado excepcionalmente al inicio de la pandemia, contra lo que se opusieron únicamente los diputados del Frente de Izquierda)
y, por otro lado, la necesidad política de gobernabilidad, es decir, de contener el malestar social, más aún en estos últimos meses previos a las elecciones legislativas que serán mañana y que, en su ronda primaria de setiembre, le propinó una derrota al oficialismo.

En última instancia, el Estado capitalista no hace más que “administrar la pobreza”, es decir, focalizar las rentas en asegurar apenas la supervivencia de un sector cada vez más extendido de las clases populares, en condiciones de miseria.
Pero lo hace a través de un gobierno que utiliza una retórica feminista para embellecer este mecanismo, hablando de salarios y pensiones para las amas de casa, de remunerar el trabajo de cuidados, etc., una enorme cooptación de referentes del movimiento de mujeres que se han convertido en funcionarias, ministras y secretarias de Estado en los dos últimos años. Por eso no es casual que, después de la derrota en las elecciones primarias, el propio presidente alimentara un discurso de generar trabajo contra los programas de transferencia de ingresos a quienes “no trabajan”.

Esto despertó la reacción, incluso entre movimientos sociales que adhieren al oficialismo, por el desconocimiento del trabajo de cuidados que llevan adelante, con enormes dificultades, las mujeres de los sectores populares.
Más aún, el ala derecha de la coalición de gobierno, esgrimió el argumento de que se necesitaba mejorar los ingresos salariales de las familias, en vez de “dar tantos derechos” democráticos a las mujeres, como la legalización del aborto, y a la comunidad LGTIBQ+, que “solo le interesan a las personas progresistas de clase media”.

La realidad es concreta y en ella deben probarse las teorías, los programas y las estrategias que nos proponemos como horizonte de nuestras luchas.
Entonces, ¿cómo se inscribe la actividad política y la organización de los movimientos sociales autonomistas -que nuclean a miles de mujeres de los sectores populares- en esta realidad de Argentina y en el que participan diferentes tendencias del feminismo autonomista, comunitarista y popular? Surgidos de las luchas que se definían por “trabajo genuino” hace ya veinte años, los movimientos han sufrido diversas crisis y divisiones entre los sectores que aceptaron actuar como mediadores entre el Estado y los beneficiarios de esos programas de transferencia económica y los que no se resignan a que el único horizonte sea el de gestionar la pobreza con consenso asambleario, dejando la política en manos de los partidos tradicionales que administran los negocios capitalistas.

De “cambiar el mundo sin tomar el poder”, planteado hace 20 años, obviamente no se propusieron lo segundo, pero tampoco consiguieron lo primero.
Los sectores que se resisten a abandonar la utopía de los comunes, deben confrontar con quienes optaron por ir degradando paulatinamente su militancia autonomista en el clientelismo estatal.

Por el contrario, Pan y Rosas sostiene -incluso como un punto central de esta reciente campaña electoral en el Frente de Izquierda, que cuenta con el apoyo de algunos movimientos sociales autonomistas- una campaña que está teniendo un impacto importante en sectores populares, por el reparto de las horas de trabajo (asalariado), con un salario mínimo que cubra la canasta básica, lo que permitiría reducir la jornada laboral (y por lo tanto, facilitar también el reparto de las horas de trabajo de cuidados) y reducir la tasa de desocupación.

Claro que esto solo puede hacerse afectando las ganancias de los capitalistas.
Porque no es verdad que el desarrollo tecnológico está liquidando el trabajo humano.
Si hay mayor precariedad es más por los embates del capital contra las conquistas obreras que por cambios drásticos en los procesos de la economía.
Y esto implica direcciones políticas responsables de haber opuesto poca o nula resistencia a estos ataques o ser directamente cómplices de su aplicación.

Para ver un ejemplo, actualmente en Argentina, si se implementara una jornada de 6 horas y 5 días en 300 grandes empresas, no solo se podría recuperar un 33% el salario por hora trabajada, sino que se podría crear casi 1 millón de nuevos puestos de trabajo, es decir, se reduciría a la mitad la tasa de desocupación actual.
Creemos que el movimiento de mujeres de Argentina, que tuvo la valentía de poner en la agenda política nacional e internacional la necesidad de dar respuesta a la violencia de género y los femicidios, como también el derecho al aborto, no va a contentarse con lo alcanzado, ni mucho menos permitir que se reescriba la historia de nuestra lucha, adjudicando nuestras conquistas a los gobiernos o los partidos tradicionales y sus líderes –que durante años desoyeron nuestros reclamos–.
Por el contrario, la crisis económica y social que hoy afecta con mayor crudeza a la inmensa mayoría de las mujeres, le plantea este nuevo desafío.

Solo una lucha igual de persistente y masiva, organizándonos con independencia del poder político y las instituciones del Estado, para exigir en las calles y movilizadas una respuesta a las necesidades más acuciantes de esa inmensa mayoría puede hacer posible reducir y repartir las horas de trabajo asalariado, disminuir la carga del trabajo de cuidados no remunerado, transformándolo en la medida en que sea posible, en trabajo asalariado y servicios sociales públicos y gratuitos y compartiendo aquello que no es posible sustituir con productos o servicios pero que, liberado de las tensiones de la explotación laboral, las jornadas interminables, la carestía, la falta de recursos y asistencia, se convertirá en un tiempo gratificante para el autocuidado, la crianza y el cuidado de los vínculos.

La construcción de barrios sustentables, con restaurantes con menús económicos o gratuitos, lavanderías públicas, como también parques, campos deportivos, centros culturales; la creación de centros de cuidado infantil universales, con facilidades horarias para las familias que cumplen su jornada laboral en turnos rotativos, centros de día para personas adultas mayores en situación de dependencia, son algunas de las medidas que podrían exigirse en el camino de la socialización del trabajo doméstico y de cuidados, para que la reproducción no esté sujeta al “patriarcado del salario”, ni a las transferencias condicionadas de recursos que hace el Estado a discreción.

Sacándolo del ámbito privado del hogar, convirtiéndolo en gran parte en servicios públicos de calidad, también podría convertirse en fuente de trabajo asalariado tanto para hombres como mujeres.

Una base necesaria para empezar a eliminar la “esclavitud doméstica” que, en los hechos, como señalé anteriormente, mantiene persistentemente a las mujeres en la precariedad laboral y bajo los índices de pobreza.

En un país donde la clase trabajadora asalariada -con organizaciones y derechos o precarizada y sin ellos- constituye aun la mayoría de la población junto al pueblo trabajador que vive de ingresos obtenidos en actividades independientes o se encuentra en el paro, sobreviviendo a duras penas con la ayuda estatal, es imperioso levantar una perspectiva que una, desde abajo, las filas de esa poderosa clase mayoritaria contra las divisiones jerarquizadas entre hombres y mujeres, nativos e inmigrantes, sindicalizados y no, regulares y precarizados, etc., divisiones que impone el capital, que sostienen el Estado y las burocracias sindicales y que, en última instancia, terminan aceptadas y son reproducidas por las direcciones de los movimientos sociales. Relaciones de opresión que no son externas a la clase, sino que la constituyen. Menudo favor le hacemos a la clase dominante, si definimos que el antagonismo se reduce a incluidos y excluidos.

Mal que les pese al populismo de derecha, a los abogados del capital, e incluso a los políticos neorreformistas y el populismo de izquierda, la fractura entre quienes viven de su propio trabajo y su propia actividad de autosustento sin explotar a terceros y quienes parasitan el trabajo excedente producido por los anteriores, sigue explicando el funcionamiento del modo de producción capitalista, por más que los discursos xenófobos, racistas y misóginos enarbolados por la derecha -y reproducidos, también por ciertos izquierdistas- pretendan oscurecerlo.

Las feministas socialistas de Pan y Rosas, por el contrario, consideramos que la lucha por la subsistencia por fuera del trabajo asalariado es una necesidad a la que nos empuja el capital, pero no puede constituirse en nuestro horizonte estratégico.
Es necesario recuperar una política de clase para el feminismo, en la lucha por acabar con todas las formas de opresión y explotación que hoy someten a la inmensa mayoría de la humanidad.

Defendemos los espacios, bienes y relaciones cooperativas, autogestivas y comunales que, en Argentina, surgieron de la profunda crisis que vivimos a fines de 2001, incluso muchas de nuestras compañeras son obreras de algunos de estos emprendimientos como las fábricas recuperadas que producen bajo control obrero de cerámicos Zanon, la imprenta MadyGraf, la textil Neuquén, como otras.

Pero esta posición, aun cuando se asuma como una resistencia activa, está condenada permanentemente a la autoexplotación y los límites de la subsistencia, a las presiones de asimilación e integración al Estado de cuya asistencia se requiere para hacer frente a la competencia capitalista.

Son grandes ejemplos de lucha, incluso experiencias que demuestran -sin necesidad de cursos de economía política- que para producir toda la riqueza social no son necesarios los patrones.

Pero son experiencias que no pueden abarcar a toda la población en el marco de un sistema hegemónico donde la producción de mercancías configura el conjunto de la vida social, incluso subordinando el trabajo de reproducción social a la obtención de ganancias. Compartimos que la satisfacción de las necesidades básicas de las personas no deberían depender de sus salarios.

Pero el salario para el ama de casa, las asignaciones familiares o diferentes modalidades de renta básica universal -que desvinculan el ingreso, del trabajo que el capital (y no Marx, caprichosamente) considera productivo, deslizándose de la lucha de clases a los movimientos ciudadanos- son una utopía en el marco del Estado y el modo hegemónico de producción, que está basado en la apropiación del trabajo excedente de los productores de mercancías.

Lo que necesitamos es transformar esa estructura económica de raíz y, sobre la eliminación de la propiedad privada de los medios de producción, levantar los cimientos de una sociedad en la que, democráticamente, los productores decidan qué y cómo producir en función de las necesidades sociales y no de las ganancias.
Por eso, nuestro programa debe partir de defender estos jalones de autonomía conquistados por sectores minoritarios de nuestra clase, junto a la necesidad de reconfigurar y fortalecer, de conjunto, esa fuerza social capaz de enfrentar al sistema capitalista y herirlo de muerte, para terminar con la explotación y comenzar la construcción de una sociedad de productores libres y asociados, sin explotación ni opresión, sin clases y sin Estado.

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